A lo largo de la historia, el trabajo, en sus diferentes formas, ha
sido un factor determinante en la organización social y política de las
sociedades.
Desde el esclavismo hasta el trabajo asalariado de los obreros, el trabajo ha sido el eje sobre el
que se han articulado formas de producción, relaciones sociales, estructuras de poder, ideologías.
De los conflictos sociales provocados por
la explotación de las personas trabajadoras y de su articulación política han nacido algunas de las fuerzas más importantes y la energía social necesaria para generar grandes cambios sociales.
No hace falta ser un marxista convencido para compartir esta lectura de la
historia.
En la configuración
económica, social y política de las sociedades, el trabajo ha compartido protagonismo con la tecnología, su uso,
control y transformación. Desde el más remoto descubrimiento del fuego
hasta la más reciente nano-tecnología, pasando por el uso del arado pesado, esa “nueva tecnología”,
que en los inicios del segundo milenio y en las tierras de Centroeuropa
permitió aumentar la productividad del trabajo agrícola, posibilitó la
acumulación de capital necesaria para impulsar el mercantilismo y actuó de
simiente de nuevas relaciones sociales de aquel momento.
La interacción dialéctica entre tecnología, formas de
trabajo, estructuras sociales y superestructura política es un potente hilo conductor de la historia que, si
bien no se repite nunca, sí tiene unas pautas comunes de comportamiento. Y una
de ellas es el protagonismo del trabajo como factor determinante para la
articulación social y política de la sociedad.
La lucha contra las diferentes formas de explotación
del trabajo, esclavismo, colonato, servidumbre, trabajo asalariado, ha estado siempre en el origen de las grandes
revoluciones sociales y de los grandes cambios políticos, compartiendo
protagonismo con las luchas por los derechos civiles
Por eso sorprende comprobar cómo el trabajo como categoría social ha
desparecido, o mejor dicho, nunca ha existido en los nuevos proyectos políticos
que, según sus impulsores, están llamados a sustituir a la vieja política.
El trabajo y el conflicto social a él asociado, las formas de organización social de las personas
trabajadoras y sus expresiones políticas no
juegan ningún papel en el relato de los movimientos sociales y las fuerzas
políticas emergentes.
La pobreza, sus
consecuencias humanas, las desigualdades sociales, son realidades muy presentes
en el discurso de la nueva política, que bien puede ser compartido por muchas
otras opciones. Pero no así el trabajo
ni el conflicto social que le es inherente, ni en sus formas tradicionales
de trabajo asalariado ni en las emergentes, aún por caracterizar y catalogar de
manera clara.
No soy capaz de afirmar que estemos ante una gran
anomalía histórica, porque tengo la
convicción que los grandes momentos de cambio de época, y este es uno de ellos,
son también momentos de gran desconcierto, tanto en la comprensión de lo que
está pasando como en las respuestas a darle.
Baste leer los primeros
capítulos de “La formación de la clase
obrera en Inglaterra” de Thompson
para comprobar el grado de desconcierto de las primeras reacciones frente a las
consecuencias de la industrialización salvaje de aquellos tiempos. O prestar
atención a los episodios de quema de fábricas del ludismo, por mucho que el entrañable Eric Hobsbawm lo caracterizara, de manera un tanto bondadosa, como
formas incipientes de negociación colectiva. “Negociación colectiva por medios
de disturbio”, creo que fue el nombre que les puso.
Pero que no estemos ante una
excepción histórica no significa que la
ausencia del trabajo y del conflicto social, en el relato y en el marco
mental de la nueva política, no sea
motivo de preocupación. Y a mi entender, constituye un mal presagio de su
capacidad de ser una alternativa social y política.
En el intento de explicar
las razones profundas de este gran olvido, me aparecen algunas intuiciones que pudieran explicar, al menos
parcialmente, este vacío. Aunque intuyo que las causas pueden ser más
amplias, diversas y complejas.
Es posible que en el origen
de este boquete ideológico de la nueva
política nos encontremos con la pérdida de centralidad del trabajo asalariado
tal como lo hemos conocido en la época del industrialismo. Una pérdida de
centralidad que afecta también a la centralidad del sujeto histórico de la clase
obrera y a la categoría social de trabajador. La fuerza y la hegemonía
ideológica del concepto dominante de “clases medias” es la mayor prueba de
ello.
Esta pérdida de centralidad del trabajo afecta sin
duda a la centralidad de las organizaciones sociales que han articulado durante dos siglos el trabajo,
los sindicatos, y también a sus expresiones políticas.
Hay otro factor no menos
importante: las personas que dirigen hoy
estas nuevas expresiones políticas no se han socializado en el trabajo. Para
ellas, el trabajo asalariado no es una realidad conocida, y mucho menos
experimentada. Sus historias, en muchos casos, preñadas de lucha social, no lo
han sido en el epicentro del conflicto entre capital y trabajo propio del siglo
XX, las empresas. Y de la misma manera que las condiciones materiales
determinan la conciencia, las experiencias vitales determinan también la manera
en que cada uno se aproxima a la realidad.
No hay duda que el trabajo asalariado ha perdido peso en
la estructuración de las relaciones sociales, que muchas de las formas de
trabajo actual no encajan en las categorías estrechas que generó el taylorismo,
que muchas de las personas que hoy trabajan lo hacen fuera de estas lógicas. Y
que, en consecuencia, la capacidad de
agregar intereses, fraternidad y alternativas de las organizaciones sindicales,
se ha debilitado.
Pero conviene no olvidar que
hoy en España hay 22,7 millones de trabajadores (3,7 m en Cataluña), de los
cuales 18,5m están ocupados (3,2m en Cataluña). En su mayoría, trabajadores
asalariados.
Harían bien las fuerzas
políticas que pretenden la hegemonía ideológica en estas primeras décadas del
siglo XXI en no abandonar el trabajo y
el conflicto social como uno de los ejes fundamentales de su relato político.
Y sobre todo, no verlo como algo del pasado, de lo antiguo.
Hoy existe un riesgo grave
de substituir el conflicto entre clases en conflictos intra-clase. La intencionada utilización de la
inmigración como arma política es un buen ejemplo de ello. La fuerte
precarización de las condiciones de trabajo de las personas más jóvenes y la
ruptura de las expectativas generadas son un caldo de cultivo propicio para
hacer del conflicto intergeneracional un factor aglutinador. Y algo de eso me
parece observar en algunas formulaciones políticas.
Convendría no olvidar que,
con todas las rupturas que se quiera y se sea capaz de articular políticamente,
otra de las enseñanzas de la historia es que existen fuertes continuidades,
incluso en momentos de ruptura.
Y que en estos momentos no parece oportuno menospreciar lo que
existe, cuando aún no se ha sido capaz de construir nada nuevo, ni tan
siquiera una comprensión del presente o una proyección del futuro inmediato.
Todas las grandes respuestas
sociales han bebido siempre de las formas de organización social
pre-existentes. Baste recordar que, en sus inicios, las formas de proto-sindicalismo tenían más similitudes con los viejos
gremios que con lo que hoy se conoce como sindicalismo. Ayuda mutua,
sindicar y proteger intereses de colectivos unidos por una profesión están en
sus orígenes.
Esta similitud alcanza también a los valores
dominantes y a la ideología con la
que se combatió, incluso penalmente, al sindicato. La prohibición del sindicalismo y la
negociación colectiva se sustentó en sus inicios en nombre de la libertad de
comercio, en la medida que el sindicato alteraba el precio de la mercancía del
trabajo libremente determinada por el mercado. Nótese que más de dos siglos después, el hilo ideológico continúa
siendo el mismo.
Con esta reflexión quiero
llamar la atención sobre la necesidad de encontrar un punto de equilibrio entre el conservadurismo de lo conocido y el
adanismo de creer que todo comienza cada mañana.
Harán bien las fuerzas sociales y políticas
emergentes en intentar comprender mejor cómo se va a articular el trabajo en el
siglo XXI y, por tanto, en cómo
darle articulación política. Si hacemos caso al hilo conductor de la historia –sin
menospreciar sus brutales disrupciones–, es probable que se trate de una vida
con menos horas de trabajo en cómputo vital, menor protagonismo del trabajo
retribuido en la vida de las personas –sobre todo, si se compara con los
momentos en que solo se vivía para buscar el sustento–, menor protagonismo del
trabajo en los ingresos y rentas de las personas, mayor libertad –sobre todo, si se compara con
el esclavismo o la servidumbre. Y nuevas formas de organización social del
trabajo y el conflicto social que, de momento, no se vislumbran.
Pero, al mismo tiempo que se
intenta construir el futuro, conviene no
olvidar que el presente está aún hoy dominado por el trabajo asalariado, especialmente
si abrimos el zoom a nivel global.
Los cambios nunca son súbitos, y la mejor manera de llegar rápido al futuro es
no menospreciar el presente y saber entregar y recoger bien el testigo.
Me resulta difícil imaginar un proyecto político que
no sitúe el trabajo y el conflicto social que le es inherente en el eje de su
relato, de su marco mental, de su
estrategia. El trabajo del futuro, también el trabajo del presente.
Además, si no lo hace la
izquierda, la articulación política del trabajo la realiza la derecha, la
extrema derecha, que hoy, en muchos países, está construyendo su proyecto
político a partir de la manipulación del conflicto entre trabajadores –inmigración,
conflictos generacionales.
Sin dar protagonismo al trabajo y al conflicto social
que le es inherente, no podremos construir una alternativa política que sea capaz de ganar la batalla, que se gana o se
pierde siempre primero en el terreno de las ideas.