Lo
que mejor define el proceso de globalización
económica sin gobierno político en el que estamos inmersos es el gran
desequilibrio de fuerzas entre una economía y mercados globales y unas
sociedades y políticas nacionales.
Este
fuerte desequilibrio de poder político conlleva que los Estados tengan grandes dificultades para desarrollar su
función. Y provoca la incapacidad y la impotencia de la política, en el
sentido más amplio, para regular y poner orden en la economía y en la sociedad.
Una
incapacidad de la política que produce dos efectos
gravísimos en términos democráticos. De un lado un aumento brutal de las
desigualdades sociales. De otro la percepción ciudadana de impotencia, de
inutilidad de la política. Unas limitaciones de la política que los ciudadanos
perciben claramente, pero no asumen.
La desigualdad social
corroe la democracia y el desengaño con la política realmente existente genera reacciones
sociales de todo tipo, que van de la indiferencia pasiva a la indignación
militante, pasando por la búsqueda de “soluciones” fáciles, cuando no
simplistas.
Este desequilibrio entre
economía y sociedad, entre mercado y política no es nuevo y se ha repetido a lo
largo de la historia en los momentos de grandes cambios tecnológicos y
económicos que provocan la obsolescencia de las estructuras sociales y
políticas existentes y devienen grandes crisis políticas y cambios de época.
Este
incremento de las desigualdades, se esta
produciendo en cualquier parte del mundo que analicemos. Aunque en algunos
países y regiones económicas sea un proceso que convive con una reducción de la
pobreza extrema. Son dos caras de la misma realidad. Reducción de la pobreza
extrema y crecimiento de las llamadas clases medias que convive con un
incremento de las desigualdades en el interior de esos mismos países.
En
este sentido puede decirse que se está produciendo un nuevo reparto de la
riqueza, aunque el capitalismo
financiero global ha logrado mantenerse al margen de esta nueva redistribución.
Y está consiguiendo que este nuevo reparto y reequilibrio se produzca solo
entre los trabajadores, en el sentido amplio. Con viejos y nuevos perdedores.
Bien
puede afirmarse que hoy la divisa del capitalismo financiero es la de “Repartíos el empleo y el salario entre
vosotros, que los beneficios del capital no se tocan y de impuestos al capital
ya podéis olvidaros”.
Cuando
este conflicto de redistribución de la riqueza se produce entre trabajadores de diferentes países se hace más evidente, lo que no
significa que tenga mejor abordaje. Los procesos de competencia por la
localización industrial de las inversiones a costa de la degradación de las
condiciones de trabajo de los trabajadores periféricos de los países centrales
es el ejemplo más nítido. Pero estos conflictos no se dan solo entre Europa y
EUA y los países en desarrollo. Se están produciendo ya entre China y Vietnam o
entre Vietnam y Bangladesh, con múltiples formas de externalización local del
riesgo y apropiación global del beneficio. Especialmente en la industria
manufacturera.
En
los países desarrollados este conflicto se expresa en estrategias y políticas de reparto insolidario del empleo que conllevan
nuevas fracturas sociales entre los trabajadores.
Una
de las expresiones más claras de esta
fractura se produce en términos generacionales. Entre trabajadores adultos y jóvenes. No es la única, también se
expresa entre personas formadas y las que carecen de formación para competir en
condiciones de igualdad en el acceso al empleo. Y no es menor la fractura en
clave de género a partir de la especialización de las mujeres en empleo de baja
intensidad y calidad que les obliga a continuar asumiendo en exclusiva las
funciones “reproductivas”. Por eso los casos extremos de desigualdad se
producen cuando se acumulan los factores de genero y escasa formación.
Lo
más grave de esta situación es la “normalidad”
con la que amplios sectores de la sociedad han asumido que esta nueva
redistribución de la riqueza debe hacerse entre los trabajadores, excluyendo al
capital. Sin olvidar la tendencia, también asumida acríticamente por la
sociedad, de externalizar hacia el
futuro las consecuencias de las políticas intensivas en el uso de recursos
naturales y su impacto en la sostenibilidad ecológica y social.
Esta fractura social en
clave generacional, aunque no es la única, es una de las claves que explica gran parte
de los procesos de descomposición política y aparición de nuevos actores y
escenarios.
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